martes, 15 de julio de 2008

Epifanía intravenosa



Ya me lo habían advertido. “Deja que pase un tiempo. Empezarás a sentir nostalgia, a olvidar las cosas cosas malas que hicieron que te vinieras y a recordar sólo las buenas”. Yo replicaba que eso no me iba a pasar, pero ellos, con un dejo diabólico insistían. “Ya lo verás. Hasta querrás devolverte. Así que ten cuidado. Si te dejas atrapar por los recuerdos, lo intentarás. Ya verás. Nosotros hasta nos inventamos unas vacaciones para tener la excusa de ir y quedarnos allá”. Yo no lo podía creer; les dije que estaban locos. “Sí, fue una locura, temporal afortudanamente. En cuanto pisamos Maiquetía sentimos la desgracia de estar en Venezuela. Luego de tres días queríamos salir corriendo, exáctamente como cuando vivíamos allá. Por supuesto, no nos quedamos”.

Mis amigos tenían razón. Ahora me la paso recordando. Quizás sea la llegada de la primavera, de ese cielo azul que me recuerda a Caracas en Diciembre. Aunque, claro, ahora que estoy advertido, me cuido de no darle rienda suelta a mis memorias, no sea que me de por pensar en regresarme. A algunas puedo controlarlas; con otras es más difícil; me seducen, me transportan, por ejemplo, a ese período tan surreal que fue mi paso por la universidad.

Desde esta distancia en la que me encuentro, ese momento se me aparece como un mundo detrás del espejo. ¿Cómo no iba a serlo, si allí tuve las experiencias más alucinantes de mi vida? De éstas, creo que la más insólita fue consecuencia de conocer el Centro Mega-Mental. El haber ido a este sitio da como para un relato completo. En apariencia era una distribuidora de máquinas inductoras de ondas alfa. Los dueños, un par de gringos, las presentaban como la panacea del desarrollo cognitivo; relajación, atención, concentración, memoria, aprendizaje… Todo mejoraba, según ellos, conectándose a unos lentes con bombillitos que titilaban y unos audífonos que sonaban a la par de los destellos. Atención, no apto para epilépticos.

Sin embargo, las maquinitas eran tan costosas que, como nadie las compraba, el centro terminó siendo una suerte de salón de opio electrónico para estos tiempos postmodernos. Al principio ofrecían sesiones de demostración que luego se convirtieron en el principal producto para la venta. Yo compraba unos pases de doce sesiones luego de las cuales, tenía una gratis. Al principio eran sesiones de media hora y, cuando mi presupuesto de estudiante lo permitía, de cuarenta y cinco minutos.

Terminé enchufadísimo al Centro Mega-Mental. Era parte de mi rutina diaria. Y eso que empecé a ir por mera curiosidad. Un amigo me dijo que había un sitio muy tripa en Altamira, justo a la salida del metro, edificio Humboldt, primer piso. “No hay pele, es donde está la autoescuela Rossini”. Allí fui a dar y conocí a la señora María. Ella era la encargada de llevar a los clientes a unos cubículos que se encontraban en la parte de atrás de la oficina, sentarlos cómodamente en sendas butacas de cuero negro, colocarles los lentes y los audífonos y, desde una cabina de mando, activar el programa solicitado. Esos aparaticos eran increíbles. Recuerdo que la primera sesión fue inigualable. Al rato de estar en medio de ese tututututututututututututu se diluyó el tiempo, el espacio y, con ellos, mi cuerpo. Sentí que era sólo conciencia en un eterno tiempo presente. Yo era el centro del universo y, a la vez, el universo entero. No había arriba ni abajo, sólo ahora. Fue maravilloso. Creo que seguí yendo para encontrar aquello de nuevo. Nunca más pasó. Me relajaba y viajaba, sin llegar a ese nirvana digital.

Con el tiempo, y como el sitio casi siempre estaba vacío, terminé haciéndome amigo de la señora María. Era muy simpática y, a decir de como me trataba, yo le caía muy bien. Pasábamos horas hablando de cualquier cosa, ella intentando que le contara de mis clases de psicología ya que, según ella, era psicóloga y por eso trabajaba allí. Más por cariño que por ingenuidad le creía, aunque en el fondo sospechara que problablemente había empezado a estudiar, pues conocía a los profesores más viejos y las materias que impartían, pero que había desertado al poco tiempo.

Finalmente pasó lo que tenía que pasar. Por más que yo iba religiosamente a mis sesiones, compraba las cintas de audio que emulaban el efecto de los aparatos y cuanto menjurje vitamínico vendieran en el Centro Mega-Mental, nadie más lo hacía. De manera que que el negocio cayó en bancarrota y puso fecha de cierre para las operaciones comerciales. La señora María y yo estábamos contra el piso. Yo por quedarme sin excusa para faltar a clases o estudiar y ella por tener que volver a su vida de jubilada.

El lunes de la última semana me dijo que quería llevarme a un lugar muy especial, que si yo confiaba en ella no le haría ningún tipo de pregunta al respecto; que en todo caso, ella así lo aseguraba, sería muy importante para mí. Era una especie de regalo de despedida, por mi fidelidad hacia el centro, dijo para despistarme. Casi sin pensarlo le dije que estaba bien y cuadramos para vernos el sábado a medio día, luego que ella cerrara el local. Ese día llegué puntual, a la una de la tarde. Como siempre, no había clientes y, como siempre, encontré a la señora María sentada en la recepción con sus lentes en la punta de la nariz, tejiendo ropita a dos agujas que yo, la verdad, nunca le pregunté para quién eran.

Guardó su tejido en un bolso que tenía en el piso y me dijo que la acompañara a dar una vuelta antes de cerrar. Pasamos a la parte de atrás y, cubículo tras cubículo, acomodó las butacas, desconectó los aparatos para, finalmente, guardárlos en un cajón de la cabina de control. Yo la seguía como espectador de lo que suponía era su ritual diario de salida. Obviamente, esta ocasión era especial; era la última vez que lo haría. Caí en cuenta de esto cuando salimos, porque dio una mirada a la recepción, suspiró y dijo con una voz seca que no le había escuchado nunca, “vámonos ya”.

Yo había pasado la semana emocionadísimo con la aventura que ahora tenía por delante. No atinaba a imaginar en qué consistía mi regalo de despedida. ¿Sería un almuerzo con el par de gringos que sólo estuvieron las primeras veces que fui al centro? La posibilidad de que fuera una de las máquinas se había cancelado luego de salir de allí sin nada en las manos. Estaba intrigado. Me aguanté lo más que pude pero, en cuanto salimos del metro en la estación Petare (Petare, ¡por Dios!), le pregunté a la señora María a dónde íbamos. “Habíamos quedado en que nada de preguntas, ¿no?”, fue su respuesta. Percibí un dejo de aquella voz seca de antes y, como me pareció que, además de eso, caminaba apurada, empecé a preocuparme. Llegamos a un terminal y nos montamos en un bus que iba a Guatire. Durante todo el camino no hice sino reprocharme el haber sido tan confiado, en no haberle comentado a nadie que me iba con una señora de la que apenas sabía algo a quién sabe dónde a quién sabe qué.

El autobus salió de la avenida intercomunal que comunica a Guarenas con Guatire y recorrió un trecho por una carretera angosta. Al entrar al pueblo un escalofrío me recorrió el cuerpo; nos acercábamos a nuestro destino, intuía yo. Efectivamente, al poco tiempo de entrar en lo que parecía la avenida principal del pueblo, la señora María gritó al chofer “en la parada por favor”. Nos bajamos y empezamos a caminar hacia el norte por una de las callecitas transversales a la avenida principal. A las pocas cuadras viramos a la izquierda, bajando por una especie de bulevar, luego doblamos a la derecha y caimos en una placita de tierra rodeada de casas bastante humildes.

En el jardín delantero de una de las casas, unos niños casi harapientos jugaban con botellas plásticas vacías, de esas bombonas de dos litros para refrescos. Las llenaban de la tierra seca por el calor, las vaciaban, hacían polvo. En cuanto nos vieron dejaron todo y corrieron adentro. Pude escuchar como gritaban “Agüela, agüela llegó tu amiga con un muchacho”. A cada paso que daba todo me parecía más insólito, y si durante el camino estaba preocupado, ahora estaba al borde del pánico. ¿Qué coño hacíamos acá?

Ya a punto de entrar a la casa, la señora María se volteó y, con su voz habitual me dijo “quitate el reloj, que el tiempo de la divinidad es infinito”. La frase me pareció enigmática, pero ahora entiendo a qué se refería. Ahora lo entiendo todo. Cuando estaba desabrochándolo, ella se adelantó, me lo quitó y dijo que me lo daría después. En ese instante salieron corriendo los niños, tropezándonos con su alboroto. Yo no atinaba a responder como hubiese querído; poner un alto a tanta incertidumbre y decir contundentemente que yo guardaba mi reloj, que no me movía un paso más sin saber qué era todo eso tan raro. Pero no lo hice. En medio de mi desconcierto ya estabamos adentro, entre un grupo de doñitas que, pensé, se encontraban en una reunión de Tupperware o algo por el estilo.

Ellas me miraban y sonreían. Yo respondía haciendo lo mismo. La señora María se dirigió a la que parecía la anfitriona de la reunión. “Pachita, acá te traigo al joven del que te hablé. Es muy especial. Desde que lo ví supe que tenía que traerlo contigo”. Pachita se acercó, tomó mi mandíbula con su mano y empezó a escrutar mi cara, como si quisiera ver algo más allá de mi mirada. Me sentí como un esclavo o un caballo en venta. Sólo faltó que me revisara los dientes. Estaba empezando a molestarme tanta locura. Ella ni se inmuto con mi gesto de desprecio. Se limitó a decir “bueno, bueno, vamos a comenzar”.

En eso, otra de las viejitas acercó una silla de madera al centro de la sala, de modo que parecía que ibamos a iniciar algún juego infantil, con todos los asientos en círculo alrededor de la silla de madera. “Ponte aquí” dijo la tal Pachita a la vez que me sentaba en el centro. En la pared del frente estaba un altar de la virgen María, lleno de velas, rosarios y collares de cuentas. Allí noté que no habían envases de Tupperware porque ni siquiera había mesa. Todas las mujeres se dispusieron alrededor mío y empezaron a aplaudir mientras cantaban: Alabaré, alabaré, alabaré, alabaré, alabaré a mi seño…o… or!

Creo que fue el asombro lo que no dejó que saliera corriendo. Quedé como pegado a esa silla, primero viendo que todas ellas llevaban vestidos de poliester, brillantes, con estampados florales exagerados, con pañuelos baratos cubriendo su cabeza; todas menos Pachita, quien tenía una manta guajira y una trenza de cabello gruesísima que le llegaba más abajo de la cintura. Como esperando algo, ella seguía a mi lado, ahora con la cabeza baja, los ojos cerrados y rezando con las manos en posición de plegaria. Mientras, las otras seguían con su retahila: Alabaré, alabaré, alabaré, alabaré, alabaré a mi seño…o… or!

Al cabo de unos minutos, entre este cántico que siempre estuvo de fondo, escuché que Pachita dijo “amén” y se acercó al altar. Fue trayendo, una a una, cosas que me colocaba encima. Primero un rosario de madera, y luego distintos tipos de collares y guirnaldas, además de unos pétalos de rosa que me echó encima, primero, con una escarcha plateada después. Al final vino con una sonda de goma y, con cuidado, la apretó alrededor de mi brazo izquierdo, dejándolo sobre el posabrazo de la silla, con la palma de mi mano hacia arriba. Volvió a rezar por otro rato y de nuevo fue hasta el altar. Se quedó de espaldas a mí por unos instantes y regresó con una bandejita que parecía de plata. Allí cargaba una inyectadora que contenía un líquido transparente. La monotonía de las otras me tenía atontado, así que no le dí mucha importancia lo que evidentemente iba a suceder.

Pachita se acercó aún más y, mirándome a los ojos, con el mismo cariño con el que la señora María me atendió la primera vez que fui al Centro Mega-Mental, me dijo “recibe la experiencia transformadora de Cristo” y, tomando la inyectadora con las dos manos, la levantó hasta mas arriba de su cabeza para luego puyarme en la mitad del brazo izquierdo. A los pocos segundos, sentí que mis párpados se ponían muy pesados, que no podía controlar el sueño que me invadía, que tenía que cerrar los ojos.

Todo empezó a dar vueltas y ponerse oscuro. El canto de las doñitas se volvió un sonido pastoso e inentendible. Comencé a asustarme, pero cierta convicción de que estaba a salvo hizo que me entregara a la experiencia. Al principio sentí que estaba en una montaña rusa; me elevaba, descendía, me elevaba de nuevo, hasta que de pronto, estaba allí, en el nirvana digital. Pensé que lloraría de la alegría pero no, el júbilo era tan grande que cualquier demostración emotiva era innecesaria. Fui de nuevo un yo infinito que lo abarcaba todo. No estaba, simplemente era. Y siendo de esa manera imposible de determinar pasé no se cuanto tiempo, porque abrí los ojos y ya era de noche, las doñitas se habían ido y el espacio había recuperado la forma de la sala de casa humilde de pueblo venezolano. En la esquina seguía el altar con la vírgen y lo único que desentonaba era la silla de madera en el medio, conmigo allí, medio aturdido y ahora sin ninguno de los colgandejos. Ni siquiera tenía una curita o la marca de la inyección. En el sofá estaba la señora María quien, al ver que estaba despierto, dejó a un lado la que revista leía. Vino hacia mí y, cuando intenté hablarle, extendió su mano hacia mi boca y, gracias a un suave gesto de su cabeza, entendí que debía quedarme en silencio. Me ayudó a levantarme; estaba levemente mareado. Tomó su bolso, salimos de la casa hacia la parada de autobuses y, sin ver a nadie, regresamos a Caracas.

Nos montamos en el metro y me bajé en mi estación, dejándola a ella en el tren. Ni siquiera en ese instante la señora María me dejó abrir la boca. Me dio un beso y un abrazo y siguió. Me quedé un rato en el andén y caminé a mi casa en un estado que solo puedo definir como neutro. Llegué directo a mi habitación, me eché en la cama e, inmediatamente, caí profundo. A la mañana siguiente desperté completamente relajado, como si hubiera dormido por días enteros. Cuando me la quité la ropa del día anterior para bañarme encontré en el bolsillo del jean mi reloj envuelto en una hoja de papel blanco. Al abrirla ví que era una nota que rezaba: “Los caminos que se tuercen, saliéndose de la vía principal, te llevarán a tu camino verdadero. Hasta siempre. María.”

El lunes corrí a Altamira y, por dos semanas, estuve yendo al Centro Mega-Mental a ver si encontraba a la señora María o, por lo menos al par de gringos. Nada, siempre me topé con la puerta cerrada. Creo que mudaron las cosas entre el sábado en la tarde y el domingo porque, finalmente, vi a través de un vidrio que la oficina estaba vacía. Me acerqué al condominio del edificio, pero no supieron darme razón de qué había pasado con ellos. ¡Como lamenté no saber en qué estación se bajó la señora María! Al mes, y no aguantando la intriga, me lancé hasta Guatire acompañado por un amigo, quien empezó a dudar de mi cordura cuando llegamos a la placita polvorienta y tampoco nadie sabía darme razón de la tal Pachita. Estaba la casa, exactamente como la recordaba por fuera, pero una mujer mucho más joven que salió cuando toqué la puerta insistía en que ahí no vivía ninguna Pachita. Con su bebé mocoso entre brazos se interpuso cuando intenté entrar a la fuerza al interior. Alcancé a ver que era distinto y que brillaba por su ausencia el altar de la virgen. Confieso que me inquieté mucho con esto. ¿Acaso tuve un episodio psicótico? Comencé a mirar dentro de las otras casas, todas ellas con las puertas abiertas. No logré reconocer a nadie, mucho menos ubicar, siquiera, a una sola de las viejitas que estuvo conmigo en aquella sesión tan extraña. Mi amigo ya sólo me miraba con lástima, pues luego del recorrido me senté en una esquina de la placita a llorar del desespero y la impotencia.

“Tranquilo pana. Vámonos ya y luego vemos”. “¿Luego vemos qué?”, le gritaba yo apretándome la cabeza con las manos. Al cabo de unos minutos me calmé y decidí seguir su consejo. Tenía mucho calor y estaba agotado, física y emocionalmente. Ya de vuelta y por no dejar, le pregunté por Pachita a un hombre que tomaba una cerveza en la entrada de una casa. Colocando la botella en el piso y sobándose la barriga desnuda dijo que hacía tiempo vivía una señora llamada Pacha, “¡Pachita! justo en aquella casa” y señaló a lo lejos el lugar donde yo acababa de tener el altercado con la madre y su mocoso, “pero se mudó hace aaaaaaaños y más nunca supimos de ella, ni de sus hijos o sus nietos. Ella decía que tenía poderes que recibía del Espíritu Santo, pero yo creo que era sólo una curandera, de esas que trabajan con santería”. Con una pequeña esperanza de que, entonces, yo no estaba tan loco, volvimos a Caracas y más nunca hablé de este asunto. Me concentré en los estudios, hice carrera y, mucho después, las circunstancias me obligaron a dejar Venezuela.

Quince años después vuelven a mí estos recuerdos que me seducen y me transportan al momento más surreal de mi vida. Aún me cuesta pensar que todo fue una especie de alucinación. No pudo serlo. Esa noche que volví soñé que entraba a la iglesia donde hice la primera comunión y que, estando dentro, se venían abajo las paredes, y me quedaba yo entre las ruinas, protegiendo a una ovejita que emergía de entre los escombros. Para mí este sueño fue muy significativo. Además, al botar todo lo que no podía traerme conmigo al emigrar, encontré los cupones sellados, las facturas, los cassettes; la evidencia de que este episodio fue real. Tuve que deshacerme de todo, pero decidí conservar la nota que me dejó la señora María. Ahora que estoy lejos y mi futuro es aún incierto, sus palabras se han convertido en la oración que me sostiene, cuando parece que afuera ya no hay nada que lo haga.

2 comentarios:

Alexander Stojanovic Pérez, MD dijo...

Va sin acentos: En el dia de la Epifania del Senor vine a este mundo que logramos transitar muy fugazmente y que comparto plenamente. Epifania, en este caso intramuscular, pues la via de administracion del dietilamida del acido lisergico por ti recibido... entiendase: LSD, permitiria en todo caso esta experiencia "surreal"... Abrazo fuerte, que te perdimos!

cR dijo...

El LSD es intramuscular, la heroina intravenosa.

Otro abrazo para ti