
En otros momentos del día, y especialmente mientras duermo, ocurre lo contrario. Es un otro quien irrumpe en mi cuerpo y mi conciencia deja de reconocerse en los movimientos que hago y en los sentimientos que surgen. Es acá cuando pienso que actuó como un loco. Me encuentro invadido.
Finalmente hay un instante mágico, en el filo que separa la vigilia del sueño, en el que mi mente se abre y puedo ver que estoy conformado por partes en conflicto; aspectos de mi mismo que pugnan por dominar al otro. Yo, como una madre amorosa, los dejo tranquilos en lo que para mí es un juego de niños. No caigo en su trampa, no son antagónicos. Por el contrario, les dejo el espacio porque se que no les queda otra que entenderse y fusionarse. Se que no estoy alienado ni que estoy siendo invadido; solo es el paso lento y errático –aunque seguro en todo caso–, hacia mi propia integración.
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